Trigo y las Malas Hierbas
En el Evangelio de Mateo, Jesús dijo que el reino de los cielos es como un hombre que sembró buena semilla en su campo. Y llega un agricultor y siembra mala hierba entre el trigo. Y tanto el trigo como la mala hierba comenzaron a crecer juntos. De modo que parte de la cosecha es buena y alimentará a las personas hambrientas y parte es cuestionable.
En esta historia, algunos sirvientes se dan cuenta del problema. Los siervos fueron al dueño y le dijeron: “Señor, ¿no sembró usted semilla buena en su campo? Entonces, ¿de dónde salió la mala hierba? ¿Quiere usted que vayamos a arrancarla?” Pero el dueño en esta parábola dice que no. No sea que, al arrancar la mala hierba, arranquen con ella el trigo.
Recuerdo que hace años, en otra iglesia en la que serví, estaba en el santuario un día cuando un hombre sin hogar entró deambulando desde la calle. Pude ayudarlo y, al final de nuestra conversación, me dijo: “Gracias pastor. Te veré el domingo.
Odio admitirlo, pero mi primer pensamiento fue que no había forma de que regresara. Él solo quería nuestro dinero. Él no quiere ser parte de nuestra comunidad. Pero mi segundo pensamiento fue aún peor: ¿y si regresa? ¿se sentirá bienvenido? Tal vez debería haberlo enviado a la iglesia del centro de la ciudad…
Efectivamente, él apareció. Y luego apareció el domingo siguiente y el siguiente. A medida que lo fui conociendo, me enteré de que luchaba contra una enfermedad mental y que era una persona dura. Pero un día, durante nuestro servicio contemporáneo, me puse de pie a su lado y lo escuché cantar. Tenía una voz que conmovía el alma.
Cuando dejé dicha congregación, él ofrecía cantos como solista con regularidad, tanto en nuestros servicios de adoración contemporáneos como tradicionales, cantando esos antiguos himnos evangélicos con mucho sentimiento. No hace falta decir que la familia de la iglesia llegó a amarlo y valorarlo profundamente. Qué pérdida habría sido para nosotros si lo hubiera descartado prematuramente o si no se hubiera sentido bienvenido.
Todo esto me sirve para recordar que, en este viaje por la vida, no es nuestro trabajo determinar quién es digno de nuestra compañía y amor. Sino amar a todos e imaginar que todos pertenecen a Dios.
Oremos: Dios Santo, ayúdanos a confiar en tu obra santa y misteriosa. Y concédenos la certeza de que un día tú distinguirás el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, incluso dentro de nuestros propios corazones; por medio de Jesucristo. Amén.
¡Por favor siéntanse libres en compartir este mensaje con familiares y amigos!