El Poder en un Nombre
Algo en lo que he pensado más en los últimos años es en la belleza de dar un nombre que se encuentra en la familia. Recibir el nombre igual que la de un padre o un abuelo, una abuela, una tía o un tío amado…simplemente decir el nombre debe invocar recuerdos…Y a menudo me he preguntado si llevar el nombre de alguien no hereda algo del carácter de esa persona.
Hay poder en un nombre. Y también hay poder en un apodo, que puede ser bueno o malo. Cuando enseñaba en la escuela, algunos de mis alumnos, en vez de llamarme Sr. Albright, cuya pronunciación al traducirla al español suena como si estuvieses diciendo Sr. todo brillante, me llamaban ¡Sr. Not-so-Bright!, cuya pronunciación al traducirla al español suena como si estuvieses diciendo Sr. No todo brillante, Lo que supongo que asimile mejor que cuando era niño y usaba anteojos. Otros niños me llamaban “cuatro ojos”, o “cerebrito”. Ese tipo de nombres pueden herir.
A veces, los nombres por el cual nos llaman, las etiquetas que nos dan pueden adherirse a nosotros como pegamento: Torpe. Tonto. Cabeza Dura. Gordo. Otros nombres pueden ser definitorios, y encajonarnos: Conservador. Liberal. Republicano. Sureño. Mexicano. Filipino. Gay. Heterosexual. Negro. Blanco. Y cualquier derivado negativo de esos…Y podríamos tener otros nombres por el cual nos llamamos a nosotros mismos…algunos buenos, otros no tan buenos.
A veces es importante recordar que dichas etiquetas no son nuestro nombre principal. No están en la raíz de nuestra identidad. No resumen completamente quiénes somos. Y, tampoco resumen completamente quiénes son los demás…
Recuerdo que, si tomamos el nombre equivocado, o si ponemos el nombre equivocado primero, cambia todo. Esos nombres influyen y dan forma, no solo a lo que creemos acerca de nosotros mismos, sino que también pueden dar forma a nuestras lealtades, lo que es lo primero en nuestras vidas.
Y recuerdo nuestro nombre principal, nuestro llamado principal.
Cada vez que bautizo a un niño, llevo al niño a través del santuario, y cito la Primera Carta de Juan, capítulo 3, versículo 1: “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos!
Oremos: Dios de Gracia, hoy recordamos nuevamente las palabras pronunciadas sobre las aguas del bautismo: “Tú eres mi Hijo, mi Hija, amado; estoy complacido contigo.” Ayúdanos a no olvidar, Oh Dios, que ante todo somos tus hijos. Oramos en el nombre de Jesús. Amén.
¡Por favor siéntanse libres en compartir este mensaje con familiares y amigos!